Por Pedro L. Armano
Murió uno de los mayores exponentes del periodismo argentino e internacional. También, supo frecuentar la novela con éxito y grandes elogios de crítica nacional y extranjera. Pero en su fuero íntimo, privaba la llama perenne del periodismo. Había sido el trabajo de base y lo mantuvo siempre.
Sus crónicas o notas tenían un poderoso atrayente literario, que superaban a lo meramente informativo. Y las noticias poseían un matiz creativo, que las transformaban en escrituras artísticas.
“En las ficciones somos lo que no nos hemos atrevido a vivir. Una novela, esa creación de otra realidad, esa dimensión paralela, esa penumbra en la cual la ficción y la realidad se interpretan, es atrayente. En fin, la vida está en la ficción. Yo creo que los libros se tienen que leer como quien entra a un cine…”, dijo en un reportaje (Diario Clarín, 14/04/02). Con esas palabras argumentó su quehacer creativo como novelista. A su vez, en una conferencia (Bogotá, 28/06/05) esbozó doce reglas que configuraban a un buen profesional. Una de ellas, la once, dictaminaba: “Encontrar el eje y la cabeza de una noticia no es tarea fácil. Tampoco narrar una noticia. Nunca hay que ponerse a narrar si no se está seguro de que se puede hacer con claridad, eficacia, y pensando en el interés del lector más que en el lucimiento propio”. Pareciera que su gran habilidad hubiese sido la amalgama, la fusión de lo periodístico con lo literario y viceversa. No pocos estudiosos sostienen esta posición.
Para mí Tomás Eloy Martínez era un verdadero escribidor, en el sentido literario y de valor conceptual que le da al vocablo Mario Vargas Llosa. En esa palabra confluyen el don creativo y la habilidad de este periodista, porque jamás dejó de serlo.
Como homenaje y síntesis de lo expuesto, me agradaría transcribir el inicio de una nota sobre la cobertura del ‘boom latinoamericano’, que redactó para Primera Plana (30/06/68). En la oportunidad, entrevistó a los seis protagonistas: Guillermo Cabrera Infante, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Severo Sarduy y Mario Vargas Llosa. Así comienza: “Al principio fueron Gibara, Bánfield, Ciudad de México, Aracataca, Camagüey, Lima. Ellos nacieron allí, o crecieron (que es lo mismo): nadaron en esas polleras tibias y sorbieron de esos cordones umbilicales sus primeros relatos. Un buen día se exiliaron, llevándose en los bolsillos las narices, las orejas y las lenguas de América latina. Desde sus cuevas, a diez mil kilómetros, enredaron los trópicos y revolvieron la zoología, despanzurraron espejos y charreteras, descalabraron a las matronas que tomaban sol en las veredas y a las visitas que hablaban del buen tiempo. (…)”.
Lo demás está todo dicho.
El 31 de enero se apagó su vida no a principio ni a mediados, sino a fin de mes. Cerró, hasta en estas circunstancias, su relato como lo suelen hacer los buenos periodistas y los grandes escritores.