Yo confieso...



Por Pedro L. Armano



Nací al final de la época de Humphrey Bogart, cuando el cigarrillo todavía no hacía mal, y una persona tostada era signo de vida sana y deportiva. Hoy, el Sol produce cáncer y tiene horarios.

Pasé una niñez muy, muy feliz: soy hijo único. La adolescencia me resultó insulsa: no tenía éxito con las chicas. Pude estudiar. Caminando por el barrio, era un premio Nobel sin medalla ni recompensa económica.

Durante la juventud, me obnubilé por una condesa veneciana de nombre Renata, morocha de cabellos lacios y largos, ojos verdes, cara angular y cuello perfecto. Las piernas, estilizadas y favorecidas por el taco aguja, resaltaban su figura, además del negro de la minifalda y el maxicapoto. ¡Qué mujer tan endiabladamente maravillosa! Un día la invité a cenar. Ella eligió el restaurante del Gritti Palace Hotel, donde yo había tomado una reserva. Le comenté la coincidencia, mientras reíamos y brindábamos con vino Chianti. A medianoche, subimos a la habitación. A la mañana siguiente, me levanté temprano y aparté los pesados cortinados de la ventana. La abrí para que ingresara el viento húmedo del otoño, y gozar del Gran Canal. Un haz de tenue luz acababa de inundar su rostro. Refunfuñó. Mientras tanto, absorto, comencé a mirarla… Lilia -una mexicana, de descendencia extranjera- seguía durmiendo, con esa postura espontánea, libre: la cabeza apoyada en el hombro, el brazo extendido y una rodilla doblada, fuera de la sábana. La luz primera jugaba grácilmente, iluminando el vello dorado de los brazos y los rincones húmedos de su cuerpo joven. Bajé a desayunar. Mis ojos, a través del ventanal, veían la sala de actos de la Residencia de Estudiantes. Los músicos preparaban los atriles y afinaban los instrumentos. Como una ráfaga pasó entre ellos una mujer rubia, con un jersey rojo de cuello alto, vaqueros ceñidos, zapatillas deportivas y el estuche del violonchelo colgado del hombro. Buscaba su lugar dentro de la orquesta. Finalizado el concierto, participamos de un cóctel, donde logré acercarme y entablar una conversación con Ana Bron. No tenía aspecto de violonchelista. Las piernas eran firmes, los pechos todavía apretados, la boca grande y las caderas de mucho empuje que había recibido de su abuela alemana. La llevé en el coche hasta su domicilio. Desde la puerta y con el violonchelo al hombro, Ana hizo un gesto de despedida trazando con el dedo un círculo alrededor del oído para insinuarme que esperaba mi llamada.

(Ernest Hemingway, Carlos Fuentes y Manuel Vicent. Venecia, Acapulco y Madrid. Así, en ese orden). Ya ven: algunos enloquecen por la música o la pintura y otros, por la literatura.

Las lecturas me han hecho mal: me restaron tiempo para vivir. Pero viví y soñé a través de ellas. Sigo insistiendo.

Luego, me recibí de docente y transité por los tres niveles. No sé si lo hice bien o mal. Sí reconozco que fue a conciencia y con responsabilidad. Mientras, me adentraba en el periodismo. Me casé, tuve dos hijos, mujer y varón. Y la vida continuó en forma veloz, hasta la jubilación.

Milan Kundera, en su último libro, Un encuentro, sostiene que el hombre … sólo existe en su edad concreta, y que todo cambia con la edad.” Creo que tiene razón.

En cuanto a lo socio-político, soy católico, con algunas reservas, demócrata y progresista, -no progre-. Creo en el sistema de partidos, en el bipartidismo, y en la alternancia.

Para no autocensurarme, confieso que me hubiera gustado ser liberal, de esa relativa y seudo centro-izquierda, como la ‘entienden’ los estadounidenses.

Y, después de todo esto, te mueres.

La vida es igualmente absurda en cualquier tiempo y lugar”, dice el escritor Marcelo Birmajer.



pedroarmano@hotmail.com

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