La muerte de Ted Kennedy


Por Pedro L. Armano


Como expresaron los medios, Edward Kennedy fue el último de la dinastía. Dinastía muy particular, caracterizada desde sus inicios por la tragedia, pero con el mandato paterno -las aspiraciones presidenciales de la familia- arraigado en sus entrañas. Sólo la perspicacia de Ted, le ha permitido vivir hasta los 77 años. Después de su derrota, en 1980, por parte de Jimmy Carter como candidato a la presidencia de EE. UU., prefirió aferrarse al Senado, que lo contó hasta la muerte.

Tampoco escapó a las sospechas de un ‘affaire’ con su secretaria. Continuaba la tradición. En 1969, Ted sufrió un ‘accidente’ con su automóvil en Chappaquiddick, Massachussets, al salirse del puente por el que transitaba. La acompañante, Mary Jo Kopechne, falleció en el acto. Más tarde, lo declararon culpable por haber abandonado el lugar y no informar sobre el hecho en forma inmediata. La condena -dos meses de cárcel- nunca se llegó a concretar.

Luego, toda su capacidad estuvo señalada por la lucha permanente en promocionar los derechos civiles y el bien común, el respeto y la paz, la salud universal y la reforma del sistema migratorio. Con los años, resultó ser además el ‘puente’ entre los partidos; el consultor obligado ante controversias partidarias irreconciliables.

A través de su profundo dolor, Ted Kennedy mantuvo más vivo que nunca su interés por las dificultades y el sufrimiento de los demás”, declaró David Alandete, cronista del diario español “El País”.

Al frente de este batallar, al último representante de la familia Camelot no le cabría otro mote: el “león del Senado”.

La fotografía de Edward Kennedy, delante de una imagen del mar y un yate -sus placeres máximos- más unas líneas del propio senador, sintetizan su ideario político: “En mis años de servicio público siempre he creído que América debe navegar hacia las costas de la libertad y la justicia común”. El cuadro presidía la ceremonia religiosa, en la modesta iglesia de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Lugar donde concurrió todos los días, mientras su hija Kara era sometida a un tratamiento, para combatir un cáncer de pulmón. Él la supo recorrer también, cuando se enteró de su tumor cerebral.

De la capilla ardiente lo despidieron Plácido Domingo y el violoncelista Yo Yo Ma con el Panis Angelicus de César Franck, y por la soprano Susan Graham con el Ave María.

Miembro del Partido Demócrata y un demócrata cabal, como lo entienden los norteamericanos, sus restos descansan hoy en Arlington, juntos a los de sus dos hermanos, John y Robert.



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